Arte y cultura

Arte y tecnología: Una frontera que se desmorona

Charles Percy Snow, en 1964, en su ensayo Las dos culturas, describía dos comunidades bien diferenciadas –la de los científicos, por un lado, y la de los artistas e intelectuales "literarios", por otro– caracterizadas por haber perdido sus raíces comunes, así como la capacidad de comunicarse entre sí. El origen de este divorcio, según Snow, reside en el paradigma científico del universo mecánico, el cual asentó la interrogación humana sobre la base de la razón y el reduccionismo, esto es, del método científico. Así, mientras el científico juega con la realidad y la lógica, al artista le concierne la imaginación y la emoción.

El arte investiga el mundo subjetivo; la ciencia, por su parte, persigue el mundo objetivo y el método racional. Como consecuencia de esta escisión, el mundo del arte acabó adoptando el romanticismo como ideología principal, y el artista se convirtió en un personaje marginal, un comentador y un crítico, más que un participante y contribuyente de la realidad.

Pues bien, décadas después del diagnóstico de Snow, existen razones, experiencias, voluntades y hasta industrias que muestran cómo esta polaridad de actitudes y de ámbitos de actuación se desmorona. En primer lugar, la propia ciencia no puede prescindir de las consideraciones morales, sociales, etc. de sus descubrimientos, como se advierte en campos como la investigación nuclear, la biología molecular, la ingeniería genética… Pero, además, en casos cada vez más frecuentes, en la propia ciencia aparece la necesidad de flexibilizar la sagrada racionalidad.

Buena parte de los conocimientos científicos poco tienen que ver con el modelo del orden objetivo de las cosas. Para la nueva física, por ejemplo, el universo parece a menudo ilimitado e imprevisible, y en el mundo subatómico los sucesos pueden ser, no ser, y todo a la vez. Por su parte, la astronomía y la cosmología hacen uso de la imaginación, la metáfora y la analogía como si de una elucubración se tratara. Además de producir argumentos que implican directamente la condición y existencia humanas, la ciencia invade, pues, terrenos típicamente reservados a la "otra" cultura.

El arte, en cambio, parece menos abierto y activo. Las vanguardias que lo estimularon en la primera mitad de siglo ya no existen; bien porque ya todo está dicho, bien porque el valor de las obras a menudo es "lo que alguien está dispuesto a pagar por ellas", como decía Andy Warhol.

Pero la crisis del arte es también una crisis de soportes y, en cierta medida, de lenguajes. Los modos tradicionales del arte se ven modificados tanto en las audiencias como en su uso.

Un músico debe tener en cuenta, por ejemplo, que su música, gracias al disco compacto, será escuchada mayoritariamente de manera individual y no en una sala de conciertos. El libro, por su parte, difícilmente podrá rivalizar con un sistema multimedia de presentación de información, entre otras razones porque el libro contiene mucha menos. En general, no es que los soportes y los lenguajes tradicionales hayan de desaparecer, sucede que se ven impelidos a reforzar su especificidad.

El vigor de la ciencia y de la técnica, frente al carácter dubitativo del arte establecido, hace que la frontera que los ha aislado durante siglos vaya diluyéndose. Paul Brown, artista y educador, ve además una invasión en toda regla: "Creo que el historiador de arte del futuro, al analizar este fin y comienzo de milenio, verá que los principales impulsos estéticos han provenido de la ciencia y no del arte… Quizá la ciencia esté evolucionando hacia una nueva ciencia llamada arte, quizá el propio arte, al menos el arte que hemos conocido en este último cuarto de siglo, ha dejado de tener alguna utilidad social…"

La distancia entre ciencia y arte se acorta, pero ¿cuándo se creó esta separación?, y ¿qué artistas la han cruzado?

Durante la antigüedad, no había ninguna separación entre artistas y científicos. Los griegos no hacían distinciones, todo era techné (arte, habilidad, técnica, destreza…). En este sentido, Leonardo da Vinci representa una culminación espléndida de la síntesis de los dos oficios.

Hasta 1700, las primeras materias de los pigmentos eran puramente naturales, como el carbón, la tierra… Pero después, gracias a la investigación química, la paleta se fue nutriendo de nuevos materiales y nuevos colores, como el blanco del titanio, los amarillos del zinc, el cromo, el cadmio… Otro descubrimiento que revolucionó la plástica, a partir de la Segunda Guerra Mundial, fue la pintura acrílica, cuyo secado rápido posibilitó nuevas maneras de pintar. De manera que, desde el punto de vista instrumental, el divorcio entre arte y técnica nunca ha sido verdaderamente total.

El divorcio entre artistas y científicos tuvo su inicio con Newton y su modelo mecanicista del universo, y se consolidó a continuación con las consecuencias de su método, singularmente durante la Revolución Industrial.

En el siglo XIX las máquinas sustituyeron al hombre, ahorrándole esfuerzo pero, a la vez, restándole identidad. La ciencia, cada vez más poderosa, empezó entonces a enseñar los dientes de la destrucción y de la antihumanidad. Los artistas, como reacción, se refugiaron en sí mismos; la habitual entre ellos era una actitud como la de William Morris, el cual, sumándose al movimiento ludita, declaraba que "el artista y la máquina son absolutamente incompatibles". Este concepto, y el correspondiente que diría que "el científico y la subjetividad son absolutamente incompatibles", presidiría las relaciones entre las comunidades científica y artística durante el siglo XIX y buena parte del XX.

Pero hubo artistas que se plantearon una visión alternativa, por ejemplo los futuristas. Gino Severini, uno de ellos, decía: "Yo preveo el fin del cuadro y de la estatua. Estas formas de arte, incluso empleadas con el espíritu más genuinamente innovador, limitan la libertad creativa del artista. Ellas mismas contienen sus destinos: museos y galerías de coleccionistas, en otras palabras, cementerios". Los futuristas planteaban la búsqueda de nuevas formas artísticas; en esta búsqueda, la tecnología –y su símbolo, la máquina– no era un enemigo, sino al contrario, un aliado y hasta una obra susceptible de valoración estética. En 1909 Filippo Marinetti declaraba: "El automóvil es más bello que La Victoria de Samotracia".

El movimiento futurista, aunque de poca duración y repleto de contradicciones, constituye hoy día el precedente más directo de la tendencia integradora que actualmente inspira la práctica conjunta de arte y tecnología. Pero además constituyó en su momento una propuesta alternativa muy rica que indujo, entre 1910 y 1930, una serie de movimientos pictóricos centrados en la cuestión de si el arte debía ignorar la tecnología surgida con la industrialización, oponerse a ella o explotarla.

Entre estos movimientos figuró el dadá, con artistas tan significativos como Marcel Duchamp, Max Ernst, Man Ray, etc.; la máquina aparece como motivo en diversas de sus obras. Otra escuela positiva ante la ciencia y la técnica fue la de los constructivistas, que defendían no tanto una nueva pintura sino unos nuevos métodos de pintar, el uso de nuevos materiales y, en general, una nueva concepción del artista. A propósito del proyecto de Monumento a la 3ª Internacional de uno de ellos, Vladimir Tatlin, se comentó: "El Arte ha muerto… ¡Viva el nuevo arte de las máquinas de Tatlin!".

Naum Gabo, otro constructivista y primer autor de una escultura cinética, decía: "La única meta de nuestro arte pictórico y plástico ha de ser la realización de nuestra percepción del mundo en las formas de espacio y de tiempo… La plomada en nuestra mano, los ojos tan precisos como una regla… Debemos construir nuestras obras de la misma manera que el universo construye las suyas, de la misma manera que el ingeniero construye puentes y el matemático fórmulas". Otros artistas, como Lazlo Moholy-Nagy, crearían obras originales basadas también en el movimiento, la luz o el cine.

Otro de los antecedentes del acercamiento entre artes y técnicas es la escuela Bauhaus, fundada por el arquitecto Walter Gropius en Weimar, Alemania. Desde 1919 hasta 1933, la Bauhaus propició una enseñanza tanto de la tradición histórica de las artes como de los métodos artesanales de las escuelas de oficios, inspirando la aproximación del arte a la realidad viva y a las nuevas tecnologías y propugnando el trabajo en equipo en lugar del individual. En ella trabajaron pintores como Paul Klee y Vasilij Kandinsky. Clausurada por el nazismo, la Bauhaus fue continuada años después por Moholy-Nagy, en EE.UU. La Bauhaus queda en la memoria como una institución que extendió el arte a la vida cotidiana y a la industria, y que promovió el valor y el desarrollo del diseño industrial, una disciplina en la que, como en la arquitectura, conviven sin problemas los oficios y criterios artísticos y técnicos.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de innovadores se trasladaron a Norteamérica, por eso las propuestas más interesantes en el uso de la tecnología procedieron de allí. John Cage, en 1938, trucó las cuerdas de un piano con diversos materiales y propuso la composición basada en el azar: con ello nacía la música electrónica. Por entonces, Walter Benjamin advertía premonitoriamente de cómo, gracias a la tecnología, uno de los tabúes del arte tradicional, la obra única e irrepetible, dejaba de existir. Según Benjamin, el arte pierde así su antigua "aura" y se reduce a objeto de consumo, aunque no por ello pierde su valor.

Aparecieron entonces unas figuras insólitas: los tecnoartistas. Frank Malina, por ejemplo, era un diseñador de cohetes que dejó el ejército y se dedicó a construir instalaciones escultóricas. Takis, que había sido soldado y conocía bien el radar y los explosivos, a finales de los años cincuenta se hizo famoso con una serie de obras en las que empleaba motores, campos magnéticos…

En los años sesenta los intentos de síntesis de arte y tecnología se extendieron y profundizaron. La atmósfera radical que se vivía dio lugar a numerosas propuestas de arte alternativo –entre ellas, de arte basado en tecnologías–, algunas de las cuales permanecen en la actualidad como referentes notables.

En Europa grupos como ZERO y GRAV (que tuvo en España su representación en Equipo 57) marcaron un hito en la organización de colectivos de artistas que no eran reacios, sino todo lo contrario, al uso de la tecnología.

En Estados Unidos, al tiempo que Marshall McLuhan publicaba su ensayo Understanding Media y Andy Warhol llamaba "La Factoría" a su estudio, Robert Rauschenberg y Billy Kluver (otro técnico reconvertido) fundaban EAT (Experiments in Art and Technology), una organización dedicada a potenciar creativamente la síntesis entre arte y tecnología. Entre las actuaciones de EAT destacó la exposición "Nine evenings", celebrada en Nueva York en 1966. En esta exposición, por primera vez, la autoría de las obras exhibidas se hallaba repartida –y así se reconocía públicamente– entre el artista y el técnico. En la siguiente exposición de EAT, "Some more beginnings", se concedieron también premios a los técnicos colaboradores de las obras.

En 1967 Frank Malina fundó la primera publicación periódica dedicada a las "artes, ciencias y tecnologías", Leonardo. La década culminaría con la exposición "Cybernetic serendipity", celebrada en 1969, en Londres. Esta exposición demostró que la adopción de las tecnologías por parte de los artistas era un proceso cada vez más fluido y que el protagonismo del artista podía compartirse con el protagonismo del técnico, sin que el artista debiera por ello rasgarse las vestiduras.

Otro acontecimiento de la década fue la popularización de la televisión en todo el mundo, lo que atrajo cierto número de artistas que vieron en el nuevo medio una nueva posibilidad expresiva. Surgieron entonces los videoartistas, los cuales, a la larga y con la adopción de numerosas técnicas de manipulación de las imágenes, producirían una obra independiente y alternativa respecto al cine y la televisión. Muchos videoartistas no se limitaron a producir imágenes, sino que también adoptaron el televisor y la televisión como motivo de instalaciones escultóricas.

Durante los años setenta continuó la inercia creativa de los años sesenta, hasta el punto de que algunos museos empezaron a interesarse por obras de composición tecnológica y a exhibirlas. La más significativa fue la política de Los Angeles County Museum, que organizó equipos de artistas y técnicos para producir obras; para financiarlas, consiguió el patrocinio de importantes empresas como IBM, Lockheed, TRW o Rand, que a su vez suministraban la tecnología avanzada necesaria.

A finales de los años setenta las relaciones entre arte y tecnología comenzaban a plantearse de una manera radicalmente nueva, y la perspectiva que se abría era extraordinaria. El protagonista de este salto cualitativo era el ordenador.

Hasta entonces el ordenador sólo había sido aplicado en la economía y en las grandes organizaciones. Pero su progreso fulgurante, año tras año, había multiplicado su potencia, reducido su coste y dispuesto su uso por parte de las personas, además de los colectivos. En 1984 apareció el primer ordenador que manejaba textos e imágenes a un coste razonable y con una potencia adecuada para las necesidades de una persona. La capacidad gráfica y el entorno individualizado del ordenador personal atrajo en seguida a los artistas más receptivos.

En la actualidad, la aplicación del ordenador a la comunicación y expresión audiovisual ha progresado extraordinariamente; su práctica constituye un claro ejemplo de fusión entre arte y tecnología. Ian Paluka fue el primero en detectar el fenómeno; en un escrito de 1983 anunciaba el derrumbe de facto de la barrera que había separado al artista del científico. Para producir imágenes sintéticas por ordenador, decía Paluka, es preciso que trabajen conjuntamente ambos lados del cerebro, el derecho y el izquierdo.

Uno de los paradigmas emanados de la cultura digital es el de la llamada realidad virtual, un entorno audiovisual envolvente dentro del cual, además de mirar y oír, se toca, se huele, se puede caminar… Con la realidad virtual, el ordenador alcanza su clímax simulador: permite establecer ambientes artificiales habitados por espectadores que interactúan entre sí. Paul Brown dice al respecto: "Con el desarrollo de la tecnología de los ordenadores la ciencia ha desarrollado nuevos modelos de conocimiento: ahora sabemos, por ejemplo, sobre la posibilidad de otros universos como las simulaciones que difuminan la distinción entre "realidad" e "ilusión".
Xaviedr BerenguerLas dos caminan juntas en un modelo holístico que modifica la relación entre el observador y lo observado, entre el significante y el significado."

La potencia simuladora del ordenador permite reproducir, hasta un límite imprevisible, las actividades humanas de concebir, diseñar, imaginar, comunicar… El ordenador es pues una prótesis de la mente y, como tal, se halla a disposición del artista; en particular, del artista para el cual creatividad y técnica constituyen las dos caras de la misma moneda.

Xavier Berenguer ([email protected]) Codirector del máster en Artes digitales del IUA, Profesor de la Universidad Pompeu Fabra

Conozca más sobre el autor y la fuente de este trabajo aqui.

Fuente: Xavier Berenguer – www.uoc.edu/artnodes

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba