Política y economía

El nacionalismo

Hace casi 70 años George Orwell escribió un breve ensayo -recogido antes en el número uno de la revista de filosofía Polemic, en octubre de 1945- definiendo a la perfección la noción de nacionalismo. Una definición, acompañada de una clasificación y una respuesta para combatirlo. Huelga decir que el escritor británico se dirige a los intelectuales de la época y ese es su registro.

Orwell traza en esas líneas un esquema del nacionalismo, tema que podríamos traducir como totalitarismo, alejado del marco ideológico izquierda/derecha. Notas sobre el nacionalismo lo escribe antes de su obra cumbre, 1984. Sin embargo, son las dos tapas de un mismo volumen cuya lectura nos sitúa en el presente, y al que sobra citar ejemplos actuales con el que acompañarlo.

¿Qué es el nacionalismo? "Cuando digo 'nacionalismo' me refiero antes que nada al hábito de pensar que los seres humanos pueden clasificarse como si fueran insectos y que masas enteras integradas por millones o decenas de millones de personas pueden confiadamente etiquetarse como 'buenas' o 'malas'".

Pero el escritor va más allá y señala un segundo rasgo definitorio, mucho más importante que el anterior: "Me refiero al hábito de identificarse con una única nación o entidad, situando a esta por encima del bien y del mal y negando que exista cualquier otro deber que no sea favorecer sus intereses".

Una idea que no debe confundirse con "patriotismo", pues este concepto hace referencia a "la devoción" a un lugar y a una forma de vida -los mejores subjetivamente- pero que nadie quiere imponer a otra persona; mientras que aquel concepto, el nacionalismo, es inseparable al del "poder" y al de conseguir, como fin último, diluir la individualidad del ser humano en una "nación o entidad".

No todos iguales, pero con rasgos comunes

Orwell clasifica los nacionalismos en tres grupos, que a su vez se subdividen: el "positivo", que desglosa en varios ejemplos, como el neotorismo ("deseo de no reconocer el declive de la influencia y el poderío británicos"), el nacionalismo celta y el sionismo; el "transferido", con los ejemplos del comunismo, el catolicismo político, el sentimiento racial, el sentimiento de clase y el pacifismo (que define, no sin sorpresa para un lector del siglo XXI, como el nacionalismo que defienden intelectuales que están obsesionados contra el Reino Unido y Estados Unidos); y el "negativo", que serían la anglofobia, el antisemitismo y el trotskismo.

Es decir, no todos los nacionalismos (y sus seguidores, los nacionalistas) son iguales. Decir lo contrario "sería una torpe simplificación". Sin embargo, el británico, buen conocedor de la Guerra Civil española -que vivió en primera persona poco más de un lustro antes de publicarse esta obra-, sí encuentra rasgos comunes a todos los nacionalismos.

El nacionalista "piensa únicamente, o principalmente, en términos de prestigio competitivo", "su pensamiento gira siempre en torno a victorias y derrotas, triunfos y humillaciones", "ve la historia, en especial la historia contemporánea, como el interminable ascenso y declive de grandes unidades de poder" y "cualquier cosa que ocurra le parece una demostración de que su propio bando está en ascenso y de que algún odiado rival ha comenzado a declinar". Estamos en 1945.

Hay más rasgos comunes: "Una vez elegido el bando, se autoconvence de que este es el más fuerte, y es capaz de aferrarse a esa creencia incluso cuando los hechos lo contradicen abrumadoramente. El nacionalismo es sed de poder mitigada con autoengaño. Todo nacionalista es capaz de incurrir en la deshonestidad más flagrante, pero, al ser consciente de que está al servicio de algo más grande que él mismo, también tiene la certeza inquebrantable de estar en lo cierto".

Y, finalmente, tres reglas que siguen todos y cada uno de los seguidores del concepto en cuestión. Una, "la obsesión"; ningún nacionalista piensa, habla o escribe jamás sobre nada que no sea "la superioridad de su propia entidad de poder". Dos, "la inestabilidad"; un rasgo que se puede resumir como la transferencia en la intensidad que pueden sostener "las lealtades nacionalistas", es decir, con ejemplos: Stalin, Hitler o Napoléon nacieron fuera o en la periferia de las potencias que luego ensalzaron como líderes absolutos. Y tres, "la indiferencia frente a la realidad"; todos los nacionalistas tienen "la capacidad de ignorar las semejanzas entre conjuntos de hechos similares".

"Obsesionado con el poder, la victoria, la derrota o la venganza"

La obra es magnífica y si hay un pero ese es su extensión. Muy breve (hay que recordar que se publicó, primero, en una revista). Pero pone de manifiesto que el nacionalismo, o el totalitarismo, no es más que un fanatismo que permite pasarse de ismo a ismo sin necesidad de excesivas transiciones temporales ni mentales, y mucho menos ideológicas. ¿Cuántos han pasado de defender el comunismo a defender el conservadurismo más rancio paso previo (y no siempre) por el trotskismo?

"Lo que permanece constante entre los nacionalistas es su estado mental", asegura Orwell. No importa -nos recuerda el escritor británico- ni la historia ni el presente ni la realidad. "Todo nacionalista acaricia la idea de que el pasado puede alterarse. Pasa la mayor parte del tiempo en un mundo fantástico en el que las cosas suceden como deberían suceder, y, cuando es posible, no duda en transferir fragmentos de su mundo a los libros de historia".

Y, además, aunque "se pasa la vida obsesionado con el poder, la victoria, la derrota o la venganza, a menudo permanece ajeno a lo que sucede en el mundo real. Lo que quiere es sentir que su entidad ha conseguido superar a otra, lo cual se logra más fácilmente denostando al adversario que examinando los hechos para ver si estos le dan la razón".

Así, Orwell relata el periodo final de la Segunda Guerra Mundial. Resume un mundo -¿el mundo?- de mitad del siglo XX. Y nos pone el espejo frente al siglo XXI con una reflexión tan actual como incisiva: es necesario tener en cuenta que "toda controversia nacionalista está al nivel del debate social".

¿Cómo combatirlo?

Pero hay solución. Orwell advierte de que las ideas nacionalistas "existen en las mentes de todos nosotros" y que "hasta el sujeto más razonable y amable puede transformarse en un partisano despiadado que solo se desviva por 'ganar la partida' a su adversario, sin importar cuántas mentiras tenga que decir o cuántos errores de lógica se vea obligado a disimular".

La receta es reconocer, en primer lugar, los "odios", "celos", "desprecios" o "sentimientos de inferioridad", para luego, en segundo lugar, intentar que estos no contaminen los "procesos mentales". No se puede perder "el sentido de la realidad", ni la razón, ni negar hechos del pasado.

"Los apremios emocionales que son ineludibles, y que incluso son necesarios para la acción política, deben ser capaces de ir codo con codo con la aceptación de la realidad". Orwell no puede asegurar que las personas estemos en disposición de librarnos de alguno de los tipos de nacionalismos pero, eso sí, está convencido -y con él otros- "que es posible dar la batalla" y que, por lo tanto, el "esfuerzo moral es esencial".

Via: SesiónDeControl.com.

Fuente: Daniel Tercero García – danieltercero.net

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