Ciencias sociales y humanísticas

Las ilusiones de la «identidad» (Parte I de III)

El fariseo oraba así: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres». Evangelio de Lucas 18,10

1. La identidad, una idea confusa

Imagen: stockport.gov.ukEs una de las palabras que más fortuna ha hecho en los últimos decenios, en el discurso de las ciencias sociales y humanas, en la retórica de los políticos y en las creencias de las gentes que se han mirado en ella como en un espejo narcisista: la identidad. Todo el mundo la busca y cree encontrarla, piensa haberla perdido y poder recuperarla. Pero, sobre todo, se cree en la existencia de la identidad, una identidad propia frente a las otras ajenas. En ella se cifra el fundamento de derechos, reivindicaciones o agravios, la pretendida legitimidad de aspiraciones, privilegios, coerciones y violencias ejercidas. ¿De qué identidad se habla? Normalmente se ciñe a una restringida gama de calificativos, tales como la identidad racial, la identidad genética, la identidad étnica, la identidad cultural, la identidad popular, la identidad nacional, etcétera.

Ya el uso del término ha introducido cierta viciosidad en su significado lexicográfico. Pues la «identidad», aparte de referirse a la cualidad de lo idéntico (que se dice aquello que es lo mismo que otra cosa con la que se compara), alude al «hecho de ser una persona o cosa la misma que se supone o se busca»; o en matemática, la «igualdad que se verifica siempre, sea cualquiera el valor de la variable». De modo que la identidad puede significar la permanencia de las características de uno mismo con relación a sí mismo (suponemos que en momentos diferentes del tiempo); o bien la exacta semejanza de las características de uno con respecto a las de otro (en tiempos o espacios diferentes).

En el primer caso, la identidad de uno es lo que lo constituye a diferencia de otros, es decir, lo que otros no comparten; en el segundo, es lo que tienen en común uno y otro u otros, o sea, lo que todos comparten. Esta ambivalencia semántica ha escorado con toda inercia hacia la primera acepción; aunque, al predicarse generalmente de colectivos, conserva algo del sentido de lo compartido, pero recalcando lo compartido por un conjunto en contraposición a todos los otros conjuntos, que supuestamente no lo comparten.

Doble error del pensamiento: Llamar «identidad» a lo que algo es en sí mismo (como si fuera una esencia inmutable, absoluta y eterna). O bien llamar «identidad» a unas cuantas diferencias con respecto a lo demás. La caracterización de cada cosa, sistema, sociedad, cultura, consta a la vez de semejanzas y de diferencias constatables en un momento dado o durante un tiempo. De la identidad propia de algo forman parte los componentes, los caracteres estructurales y las propiedades que lo asemejan con otros, tanto como los que lo diferencian de otros. Pero hay quienes hablan de «identidad» (por ejemplo, la identidad extremeña), queriendo referirse a lo diferencial; mientras hay quienes hablan de «hecho diferencial» para referirse a una identidad que, en rigor, hace caso omiso de todo lo compartido hacia fuera y, por supuesto, de lo no compartido hacia dentro. Parece una aberración definir la identidad de lo que algo es por algún rasgo que lo diferencia: ¿O no forma parte de su identidad el 99% de rasgos semejantes, compartidos? La identidad concreta consta de lo semejante y lo diferente. Máxime cuando las diferencias suelen ser más cambiantes que las semejanzas. En la idea de identidad se dan aspectos particulares, en último término individuales y singulares, aspectos comunes a más de un grupo y aspectos universales o comunes a todos los grupos de la misma especie.

La identidad de un sistema alude a sus propiedades estructurales y funcionales como tal sistema, y siempre que existan realmente y no sean ilusorias. Tales propiedades pueden, o no, serlo de sus componentes individuales o sectoriales. En algunos casos, como cuando se trata de un sistema formado por una sociedad humana, hay propiedades predeterminadas junto a otras de libre pertenencia o apropiación individual, propiedades globales y sectoriales respecto al todo social. La idea de identidad se usa a veces como sinécdoque (tomar la parte por el todo) engañosa, pues sobreentiende que, puesto que hay coincidencia en una determinada característica, se ha de coincidir también colectivamente en las demás, cosa incierta. Hay ocasiones en que el mismo carácter identitario invocado es falso, es decir, no lo comparten en absoluto todos los sectores (e individuos) de la población.

En un universo en el que hasta «las partículas elementales suelen ser inestables» (Prigogine 1983: 155), el concepto de «identidad» no puede ser sino problemático. Y la identidad concreta en cualquier plano, físico, biológico y antroposocial, producto de una evolución temporal, es siempre una abstracción sincrónica, resultado de diferenciaciones pasadas y sujeta a ulteriores diferenciaciones. La pretensión de esencialidad intrínseca y sempiterna (a veces disfrazada con ropaje historicista) no pasa de ser una ilusión ignorante o interesada, mendaz, necesariamente falta de correspondencia con las características reales de lo identificado. Carece de sentido concebir una identidad sustancial, cuando sólo hay conjuntos múltiples de elementos que forman síntesis, más o menos establemente organizadas, cuyo ser depende de las interacciones. A las hipóstasis identitarias sólo le dan su aparente solidez en el pensamiento las emociones oscuras, suscitadas por falsas ideas, y los intereses reales o imaginarios que creen encontrar un firme fundamento en la cosificación de la presunta identidad que ellos mismos auspician.

El enfoque de la «identidad» presupone generalmente una epistemología esencialista: Que las cosas son lo que son y que cada cosa la constituye un conjunto determinado de características fijas. Se entrevén resabios parmenídeos… Pierde de vista el movimiento de lo real, el permanente estado de proceso. Da primacía a una estructura invariante (siendo así que la invariancia, aun cuando es verdadera, corresponde irremisiblemente a una duración limitada), cegándose para verla como resultado de una génesis, como estado transitorio. La lente identitaria fija la foto, toma lo inevitablemente provisional por definitivo, lo temporal por eterno, lo contingente por necesario. Interpreta un resultado en el que interviene el azar como efecto de una ley determinista. No capta ni de dónde viene ni adónde va eso que le parece «idéntico» o identificador. Ignora que siempre procede de algo diferente y se encamina a algo diferente, en intercambio incesante con otros.

El modo de abordar el problema de las semejanzas y diferencias debe relacionarse con la oposición entre la teoría del fijismo linneano y la teoría del evolucionismo darwiniano. Los apologetas de las identidades étnicas aún no han descubierto a Darwin. Su idea es en el fondo la de una identidad esencializada, una idealización, una ilusión, ignorante del carácter evolutivo de la naturaleza y de la naturaleza de la historia.

En ciertos casos, la manía de la «identidad» lo que delata es la manía por la diferencia, por ser diferente de los demás a toda costa (en el fondo, la negativa a reconocer lo que uno es). Y a fuerza de empujar adelante semejante pretensión de no ser como los otros, se puede acabar finalmente consiguiéndolo: uno se vuelve inhumano y asesina a semejantes inocentes.

Es muy probable que los antropólogos de la «identidad» se hayan extraviado del camino científico, al situar el nivel de descripción en unos cuantos rasgos sensibles, simbólicos, emblemáticos, «identitarios», que tienen un marcado carácter arbitrario, ideológico, apariencial, engañoso con respecto a la realidad sociocultural realmente existente. Resulta irónico que, después de haber criticado con razón la «comunidad» como objeto de estudio etnológico, hayan derivado hacia ese objeto vaporoso y volátil que han convenido en llamar «identidad».

2. La raza como seudoidentidad biológica

Hoy no está de moda hablar de la «raza», al menos para referirse a la propia, aunque sí para aludir a la ajena: llaman raza a los gitanos, los negros, los magrebíes…; no tanto a los paisanos, no vayamos a parecer nazis. Pero no faltan quienes persisten contracorriente en reivindicar prototipos raciales, con sus medidas antropométricas, destacando el índice cefálico, el grupo sanguíneo e incluso datos recentísimos sobre algunas frecuencias génicas. Semejante necedad, si contrastara sus pretensiones llegaría indefectiblemente a la conclusión de que cualquier perfil raciológico es comparable a cualquier otro y que los ancestros de cualquier «raza» se remontan por igual a los mismísimos orígenes del Homo sapiens. Esto constituye una verdad científica absolutamente incontestable.

La palabra «raza» goza de plena vigencia, lamentablemente, en nuestro lenguaje ordinario y en los medios masivos. La idea de raza tiene tanta solera que la antropología física nació como ciencia bajo un paradigma que hacía de ella su concepto fundamental. Desde el siglo XVIII hasta mitad del XX, se intentó clasificar las razas, utilizando rasgos observables y mediciones antropométricas, y hasta análisis fisiológicos, discriminando tipos raciales, proponiendo clasificaciones que iban desde el ámbito continental al local. Sin embargo, en el plano científico, el evolucionismo y la genética de las poblaciones se han encargado de ir minando los supuestos teóricos de la raciología, hasta tal punto que, desde mitad de los años setenta, el concepto de «raza» ha sido expulsado de la antropología física y biológica, porque no es un concepto científico ni sirve para explicar nada. No es válida ninguna tipología racial, si atendemos al análisis genético de los individuos que componen las poblaciones humanas reales. Según demuestra la genética de las poblaciones, en cada población humana sólo cabe establecer perfiles estadísticos referidos a rasgos genéticos determinados, que además son variables a lo largo del tiempo. Esos genes no se transmiten como conjuntos bloqueados sino que pueden hacerlo de forma separada y recombinándose. Están sometidos a una deriva interna a lo largo de las generaciones. Sufren mutaciones a un ritmo regular. Y se producen, y se han producido siempre durante milenios, intercambios o flujos genéticos entre unas poblaciones y otras de nuestra especie, que por lo demás, tiene un único origen común.

No se trata de negar las diferencias. Siempre partimos incontestablemente del reconocimiento empírico de que existen diferencias biológicas, visibles e invisibles. La cuestión estriba en cómo han de entenderse, cómo explicarlas.

El diccionario de la Real Academia recoge la visión obsoleta, al describir las razas humanas como «grupos de seres humanos que por el color de su piel y otros caracteres se distinguen en raza blanca, amarilla, cobriza y negra».

Numerosos libros de biología pretenden incorporar los nuevos conocimientos a la mentalidad anticuada, cuando exponen que una raza se define por un conjunto de caracteres hereditarios que distinguen a un grupo de otro, o que una raza equivale a una población de la especie que posee un alelotipo distinto del que poseen otras poblaciones. No caen en la cuenta de que ningún grupo (es decir, todos sus miembros) tiene un conjunto de caracteres hereditario homogeneo. Y el concepto de población, que de algún modo ha reemplazado al de raza, es teóricamente incompatible con él. Ya no se estudia el arquetipo racial fijo (en realidad, reducido a unas decenas de rasgos fenoménicos), al que deberían ajustarse los individuos del grupo, sino la población que presenta (incluso en las llamadas poblaciones aborígenes) una variabilidad genética interna mucho mayor que la que, estadísticamente, se da entre una población y otra.

No basta dar una visión abierta del presunto concepto de raza, como hace Arturo Valls, al definirla refinadamente como «taxón subespecífico de Homo sapiens constituido por un conjunto de grupos mendelianos que integran sistemas biológicamente abiertos, móviles, autodomesticables, evolutivamente episódicos y que comparten ciertos alelos a frecuencias distintas de las de otros grupos similares, debiendo sus rasgos ecotípicos a presiones selectivas que actúan en los ambientes característicos de los biomas que ocupan y del género de vida que practican» (Diccionario temático de antropología: 518). Con estas trazas y agregando que hay «mecanismos raciogenéticos de fusión» que dificultan hablar de razas en nuestra especie, e incluso que «su inscripción tipológica es imposible, por tratarse de sistemas biológicamente abiertos (pág. 519), parece incongruente seguir afirmando que «las razas humanas son entidades biológicas reales». Lo más lógico es proclamar la abolición del concepto, como otros han hecho, y enseñar que lo que había bajo aquella palabra era otra cosa, para cuyo conocimiento estorba. Y lo más exacto, decir sin ambajes que en Homo sapiens no hay ningún taxón subespecífico como ocurre en otras, o sea, que en nuestra especie no hay razas. Un chihuahua blanco y un chihuahua negro no son de distinta raza. No hay razas humanas, lo mismo que el Sol no da vueltas alrededor de la Tierra, por mucho que nos lo parezca. Hay que explicarlo de otra forma: La apariencia de las razas la produce el movimiento de la cultura.

Se ha sostenido la tesis zoológica de que se puede postular la existencia de una raza cuando al menos un 75% de los individuos de una población geográfica comparten un conjunto de rasgos. ¿Aunque difieran entre sí en otros muchos conjuntos de rasgos, algunos de ellos compartidos de hecho con individuos de otras poblaciones geográficas? ¿Cómo establecer el límite geográfico? ¿Cómo escoger el «conjunto de rasgos», entre decenas de miles posibles? ¿No sería más objetivo tener el cuenta el genoma en su totalidad? Si optamos por esto último, las barreras entre las poblaciones se desvanecen. Si atendemos a las diferencias genotípicas, reencontraremos la dificultad de que, según cuál sea el rasgo o conjunto de rasgos genéticos que adoptemos como referencia, resultará que lo comparte un conjunto de individuos diferente y transversal a las poblaciones; de tal manera que variando la combinatoria obtendríamos un número infinito de «razas», integradas por individuos que serían distintos para cada marcador genético considerado, y cada uno de esos individuos pertenecería a una pluralidad de razas distintas. Y dado que las diferencias verdaderas e irreductibles son entre los individuos, acaso acabaríamos postulando que cada uno constituye una raza particular…

Los estudios comparativos son muy interesantes para rastrear la filogénesis, reconstruir los procesos de diferenciación, analizar la diversidad humana. Pero no avalan ninguna idea de raza como tipo clasificatorio claro, ni siquiera a gran escala para las llamadas razas continentales (los cuatro grandes troncos: caucasoide, negroide, mongoloide, australoide). Así, por ejemplo, al medir similaridades y distancias entre esas poblaciones, se llega a resultados contradictorios: Según criterios morfológicos, forman un conjunto los mongoloides y caucasoides, y otro distinto los negroides y australoides. Pero siguiendo criterios inmunogenéticos, se asemejan los caucasoides y negroides por un lado, y por otro los australoides y mongoloides.

El desarrollo de la genética de las poblaciones ha terminado hace tiempo por disolver la idea de raza, abandonada ya por la antropología física. Actualmente, lo que se estudia es 1) el genoma humano, común a toda la especie Homo sapiens, y 2) la diversidad o polimorfismos genéticos de la especie, distribuidos por las distintas poblaciones, mensurables en términos de perfiles estadísticos, variables a lo largo del tiempo. No existen prototipos fijos, o patrones raciales, que nos permitan clasificar a los individuos en tal o cual raza (pues, dotados de unos cien mil genes, cada uno de ellos con una variabilidad que puede afectar a numerosos alelos, las coincidencias genéticas de un individuo con otros dependerá de qué conjunto de rasgos, entre otros muchos miles, escojamos arbitrariamente para establecer la comparación). En resumen:

– Todos los seres humanos pertenecemos a una sola y única especie, procedente de África, expandida por el Viejo Mundo hace 70.000 años, y en el Nuevo hace 40.000.
– Todas las diferencias genéticas poblacionales son relativamente recientes, resultado de adaptaciones a las condiciones ecosistémicas y climáticas; de la deriva genética espontánea y la recombinación; y del mestizaje entre poblaciones. Nunca ha habido «razas puras». (Las poblaciones llamadas «blancas» resultaron de mezclas entre poblaciones asiáticas y africanas -cfr. Cavalli-Sforza-.)
– No es posible trazar fronteras genéticas netas entre unas poblaciones humanas y otras.
– Las características genéticas dominantes en una población no se transmiten como un todo compacto, sino como rasgos sueltos, recombinables, que pueden pasar de una población a otra. (No hay ningún conjunto estable ni cerrado de rasgos raciales: no hay «razas» como prototipos permanentes.)
– Toda la variabilidad genética de los individuos humanos pertenece a la riqueza del genoma humano, propio de la especie. Un individuo de una población puede compartir más rasgos genéticos con individuos de otras poblaciones que con otros individuos de la suya propia. La variabilidad génica intrapoblacional alcanza el 85% de los rasgos; mientras que la variabilidad entre una población y otra sólo alcanza el 15%.

Pues bien, si esto ocurre con la «identidad genética», que está determinada y cerrada para cada individuo desde la formación del cigoto, ¿qué pensar de la «identidad étnica», dado que los rasgos que se le atribuyen evolucionan de manera mucho más rápida y que pueden modificarse incluso a lo largo de la vida individual?

El racismo se expresa en el menosprecio de otras «razas», pero fundamentalmente radica en la idea misma de raza, en la creencia de que hay razas como prototipos bien delimitados biológicamente, sea por el fenotipo o por el genotipo. Racista lo es en germen todo aquel que cree que hay razas. Acaso hoy el etnismo no sea sino un nuevo rostro del racismo.

(*) Pedro Gómez García. Catedrático de Filosofía. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada. 18071 Granada (pgomez AT ugr.es).

Conozca las obras consultadas para este ensayo en Las ilusiones de la "identidad" (Parte III de III))..

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Del mismo autor:
Las razas: Una ilusión deletérea.
– La etnia como seudoidentidad (bio)cultural (Las ilusiones de la "identidad" (Parte II de III)).
– Los componentes incoherentes de la etnia/etnicidad (Las ilusiones de la "identidad" (Parte III de III)).

Más información sobre este tema en "Raza, concepto en desuso".

Fuente: Pedro Gómez García – Universidad de Granada / ugr.es (*)

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