Sociología y comunicación

El terrorismo no tiene solución

"Los peligros de la libertad son siempre preferibles a las seguridades de la servidumbre". Thomas Jefferson

Hay problemas, como sugiere Umberto Eco, que deben resolverse demostrando que no tienen solución. Eco dice que la función del intelectual es atreverse a decir este tipo de verdades aunque puedan llevar a resultados emotivamente insoportables. En el mismo sentido, Juan José Linz, en su libro sobre la quiebra de las democracias, sostiene que una de las responsabilidades del político es decir qué situaciones son irresolubles o cuáles tienen muy difícil solución.

La ecuanimidad en el análisis del terrorismo es dificil para sus víctimas

Nada de todo eso parece estar sucediendo en la cuestión del terrorismo. No son muchas aún las voces -ni entre los intelectuales ni, aún menos, entre los políticos- que se atrevan a afirmar que el terrorismo es un problema sin solución obvia. De esta forma, nos vemos abocados a una bien poco esperanzadora guerra-contra-el-terrorismo que no admite espacio alguno para la reflexión. Y, sin embargo, resultan abrumadoras las razones que nos permiten vislumbrar el callejón sin salida al que nos conduce esta obcecada apuesta por una hipotética solución militar.

A pesar de que no sea el camino más fácil, ni siquiera el más atractivo probablemente, parecería recomendable, por un sentido de Humanidad, seguir la recomendación que nos legó Ernst Jünger: "Antes de poder actuar sobre un proceso es preciso haberlo comprendido". Lo cual nos obliga a cuestionar, no sólo ahora y aquí, algunas verdades demasiado repetidas y poco razonadas acerca del fenómeno de la violencia terrorista.

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Obligados a actuar con una serie de valores y principios, hay medidas que no es posible aplicar, en democracia, al caso del terrorismo. Resulta indudable, por tanto, que el terrorismo se mueve a gusto en el terreno de los derechos y las libertades públicas propias de las democracias liberales, a la vez que constituye una grave amenaza para la estabilidad de las sociedades tolerantes. En última instancia, el terrorismo busca una reacción estatal desmesuradamente coactiva, basada en una lógica militar, que traicione los principios y los procedimientos propios del orden democrático. Una reacción como ésta, lejos de atajar las causas del incendio social, lo aviva -aumentando la inseguridad, el desorden y polarizando el conflicto- y, con ello, contribuye decisivamente a la cronificación y a la extensión del problema que, se supone, pretendía resolver. (Reinares, 1998:156-166). Asimismo, en la lucha contra el terrorismo, se cae con frecuencia en la "falacia normativa" de quienes piensan que imponer una prohibición significa anular el problema. Cuando la realidad es la contraria: con frecuencia la prohibición agrava el problema (Resta, 2001:46-47). Asimismo, resulta dudoso que la estrategia de "ser duros con los terroristas" tenga mucho efecto sobre los miembros más implicados. Así que la amenaza de un aumento adicional de las penas por sus acciones tiene un escaso efecto disuasorio, si es que tiene alguno. (Juergensmeyer, 2001:271).

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No es cierto que en democracia se pueda debatir sobre cualquier cosa: Cuando se trata de comprender el fenómeno de la violencia terrorista, se impone una lógica maniquea que sólo permite razonar libremente contra el enemigo. Y es que, como ya dijo Montaigne: "cada uno designa como barbarie lo que no es de su uso". En realidad, en nuestra sociedad, existe un rechazo generalizado a cualquier planteamiento del problema de la violencia en términos de choque de valores contrapuestos en el seno de una sociedad multicultural -lo cual, claro está, sólo resultaría posible desde la comprensión de las razones del otro-. Bien al contrario, reducimos dogmáticamente el debate a una cuestión puramente criminal y, en la medida en que la simplificamos de forma tan extrema, la convertimos en hueca y carente de toda utilidad interpretativa. Este alejamiento de la realidad supone, en buena medida, una sacralización de la democracia, entendida como solución y salvación en ella y por ella misma, en detrimento de su condición de medio idóneo para la resolución de los conflictos políticos (Azurmendi, 2001). Y, en última instancia, puede resultar incluso sorprendente que no se nos ocurra deducir, como sí lo hizo Bertrand Russell, que el Estado que tiene estructuras de base rechazadas de modo obstinado y apasionado por una parte de la sociedad, padece un déficit substancial de legitimidad.

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Joxe Azurmendi nos advierte que el problema de la violencia política, y de la terrorista en particular, no es un problema abstracto, absoluto; es un problema que tiene raíces históricas, políticas, sociales y culturales, por ello relativas y condicionadas y, por consiguiente, que sólo se podrían superar o arreglar si se ponen las condiciones adecuadas (Azurmendi, 2001:28). En realidad, una parte muy significativa de lo que entendemos como terrorismo contemporáneo tiene su origen común en las movilizaciones políticas protagonizadas por nuevos movimientos sociales y otros más tradicionales que, entre la segunda mitad de la década de los sesenta e inicios de los setenta, zarandearon a la mayor parte de las sociedades occidentales. Dichas movilizaciones, a su vez, constituían la expresión de nuevos conflictos originados por transformaciones socioeconómicas de gran alcance y al consiguiente cambio generalizado de valores (Reinares, 1998:75).

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La violencia terrorista, en sus diversas formas, constituye una de las manifestaciones extremas, con la guerra, del conflicto por el poder político, ya sea para adquirirlo, para ampliarlo o bien para conservarlo. Toda política es una lucha por el poder y el poder es, en esencia, violencia. Así, en el terrorismo, confluyen política y violencia con la perspectiva de conseguir poder: poder para dominar y obligar, para intimidar y controlar y, finalmente, para forzar el cambio político. Por tanto, la violencia (o la amenaza de violencia) es la condición sine qua non de los terroristas, que están firmemente convencidos de que sólo a través de la violencia podrá triunfar su causa, y sus fines políticos a largo plazo podrán cumplirse. Con este propósito en mente, los terroristas planean sus operaciones para conmocionar, impresionar e intimidar, asegurándose de que sus actos sean lo suficientemente arriesgados y violentos como para captar la atención de los medios y, a través de ellos, del público y del gobierno. A menudo, el terrorismo que consideramos como indiscriminado y sin sentido no lo es, sino que es una aplicación muy deliberada y pensada de la violencia. (Hoffman, 1999:275).

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En el debate sobre el problema terrorista se recurre abusivamente a argumentaciones absolutistas del tipo "la vida es sagrada" o "toda violencia es perversa" que, en realidad, sólo sirven para eludir el incómodo deber ilustrado del razonamiento. Quizás, en una hipotética situación en la que la violencia aún no hubiera estallado, pudieran sernos de alguna utilidad, en la medida que consiguieran frenarla, argumentos del tipo "toda violencia es perversa"; pero, una vez producida la fractura social, ya no es posible situarse fuera ni por encima: Nos guste o no, todos formamos parte de la tragedia y a todos nos corresponde razonar por nosotros mismos, con radical libertad y responsabilidad, buscando la salida, como no podría ser de otra forma, desde dentro. Asimismo, recogiendo un argumento de Sass, si la vida es de veras tan sagrada, no debería costar nada, por ejemplo, imponer la tasa cero de alcohol tolerado en la sangre de los conductores, y la edad mínima para obtener el permiso de conducir en los 28 años; sólo con ello se reduciría en un 80% la tasa de mortalidad entre los jóvenes de USA (Azurmendi, 2001).

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«Es tan estrecha, dice Jünger, la conexión que hay entre el miedo y los peligros amenazadores (en este caso la violencia terrorista) que resulta muy difícil decir cuál de esos dos poderes es el que engendra al otro. El miedo es más importante; de ahí que haya que empezar por él si se quiere desatar el nudo. Es menester prevenir de lo contrario, es decir, del intento de comenzar por los peligros que nos amenazan. Si tratásemos de hacernos más peligrosos que aquellos a quienes tememos no contribuiríamos a la solución» (Jünger, 2002:67). Desatar el nudo que enlaza terror y terrorismo, ese es el reto planteado por Jünger y que Antonio Escohotado hizo suyo en su, premiada aunque no sé si debidamente reconocida, obra "El espíritu de la comedia". En ella, sostiene Escohotado: «La escalada terrorista es un fenómeno esencial para la legitimación contemporánea de Leviatán que viene promovido directa e indirectamente por sus propios gestores. Apenas hemos empezado a disolver las nubes de humo que todavía ocultan esta evidencia» (Escohotado, 1991:43). Y esa es justamente la tarea -la de aclarar lo oscurecido-, democráticamente ineludible e inaplazable, en la que no sería sensato dejar sólo a Antonio Escohotado.

Quizás hoy más que nunca, gobernar equivale a administrar el miedo de los demás. Ello explica la perversión por la cual resulta que el interés objetivo del guardián sea que el temor se mantenga e incluso que aumente -como sabemos bien, las policías secretas están especializadas en crear los peligros que se ofrecen a resolver-. En particular, el pánico a la violencia terrorista nos lleva a fortalecer los poderes coactivos -hacernos más peligrosos que aquellos a quienes tememos (Jünger)- y, reduciendo la responsabilidad de los protectores ante los protegidos, a cronificar las amenazas más graves a la civilidad. De esta forma, en pleno siglo XXI, una parte importante de la población mundial sigue pagando, con sus bienes tanto como con su libertad, por la protección ante unos enemigos que no siempre resultan claramente discernibles de sus protectores. Con todo, la manipulación interesada del temor ajeno no podría ser patrimonio exclusivo de nadie. Estatal por nacimiento y vocación, la instrumentalización política del terror se produce, obviamente, también en los ámbitos paraestatal y extraestatal. Sin embargo, como advierte Escohotado, a lo que hoy llamamos 'terrorismo' sólo incluye actos contrarios a la seguridad de algún Estado, y de ahí nacen ciertos equívocos de no poca trascendencia.

«Lo extraño, y merecedor de atención -apunta Escohotado, en esa larga pero entiendo que justificada cita, refiriéndose a la lucha contra el terrorismo de ETA en España-, es que las masacres indiscriminadas parecen "desestabilizar" al poder en funciones, cuando ese tipo de acciones contribuyen -y mucho- a acrecentar la llamada gobernabilidad de un país. Si el ciudadano tiende de modo espontáneo a exigir cuentas de sus representantes políticos, sin querer que acumulen demasiadas prerrogativas, con un comprensible deseo de que administren escrupulosamente los asuntos comunes y nada más, la masacre sugiere suspender toda suspicacia, conferir poderes de excepción y tolerar cualquier irregularidad en la gestión del derecho y la cosa pública mientras dure semejante amenaza. Funcionarios que en otro caso podrían ser vistos con desconfianza, pasan a asumir el papel de abnegados héroes, y cualquier problema de abuso en su conducta queda radicalmente abolido. Se pone así en marcha una dialéctica compleja. (…) Por una parte, el Gobierno hace suyo el mandato de aniquilar al enemigo, y para conseguirlo no vacila en provocar la exasperación de los sectores sociales donde se originó, cuya inmediata consecuencia es más terrorismo o, cuando mucho, una pausa para devolver luego los golpes sin el menor escrúpulo. Por otra parte, antes o después comprende que así no será posible vencer, y que sólo una solución negociada puede evitar la sangría económica; pero eso contraviene al principio de su autoridad soberana, y tropieza con núcleos de su propio aparato hechos a las rentas del matadero. (…)

Desde el lado de los terroristas, (…) sus desinteresados combatientes de la libertad pasan a ser profesionales del exterminio, metidos en una espiral de violencia que les enajena el apoyo de incondicionales previos y provoca una involución hacia el fanatismo, único recurso para ejecutar también a camaradas disconformes con la línea. Esperaríamos entonces que su contrincante, el Gobierno en vigor, aprovechara la coyuntura para acelerar al máximo el proceso de autodeterminación, defendiendo un escrupuloso cumplimiento de las leyes ante sujetos que han empezado a desvariar. Con todo, en vez de eso transige con torturas e inexplicables asesinatos, promulga una legislación incompatible con cualquier Estado de Derecho y sufraga la formación de otro grupo terrorista, borrando la diferencia esencial que podría deslindar su conducta de la conducta perseguida. Bastaba con esto para asegurar un encono crónico, y en la ulterior serie de agresiones se han producido demasiadas atrocidades para que ninguno de los bandos acepte cosa distinta de una desnuda rendición, inaceptable para ambos. Quizá haya llegado, pues, el momento de insistir precisamente en los beneficios que uno y otro obtienen manteniendo las cosas como están. Hecho cada cual a las rentas políticas de aparecer como un San Jorge en lucha contra el Dragón, es problemático que alguno encuentre la energía ética y la humildad precisa para clausurar un desolladero nutrido con puntuales aportaciones mutuas.» (Escohotado, 1991:164-167).

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Uno de los aspectos más inquietantes del terrorismo contemporáneo quizás radique en su dimensión transnacional y en el entrelazamiento, de una parte significativa de su actividad, con el Crimen Organizado Global, especialmente con el tráfico de armas y el narcotráfico. Para Reinares, los vínculos existentes entre terrorismo y otras formas de seria delincuencia organizada como el narcotráfico, no constituyen un hecho novedoso: los gobiernos patrocinadores del terrorismo internacional, así como servicios secretos implicados en acciones subversivas fuera de sus fronteras estatales vienen financiando buena parte de dichas actividades mediante los dividendos que origina el tráfico ilegal de sustancias estupefacientes. Asimismo, la actual estructura del mercado negro internacional de armas tiende a impedir transacciones que no descansen sobre las mismas infraestructuras logísticas, informativas y financieras utilizadas para el comercio ilegal de drogas y otras formas de grave criminalidad organizada (Reinares, 1998:193-212). Aunque, el proceso de inserción del terrorismo en el mercado global no se reduce a su articulación en el seno del Crimen Organizado Global, Sión que a través de éste rompe la ficticia frontera entre economía legal e ilegal mediante el blanqueo de dinero procedente de las actividades extorsionadoras. De esta forma, se hace imposible considerar el terrorismo como un fenómeno exógeno a nuestro ordenamiento económico y político. Bien al contrario, surge y crece en medio de nuestros conflictos políticos, acompañado directa o indirectamente por el Estado, a través de sus servicios secretos, y participa activamente en la nueva economía mundial, a través de un sector tan relevante para el equilibrio financiero global como el representado por el conjunto articulado de traficantes de casi todo: armas, drogas, personas, residuos radioactivos, etc.

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El terrorismo, como lo describe Juergensmeyer, es el lenguaje para llamar la atención. Sin llamar la atención, el terrorismo no existiría. Lo que convierte en tal a un acto de terrorismo es que aterroriza. Los actos a los que asignamos esta etiqueta son acontecimientos deliberados, explosiones y ataques llevados a cabo en lugares y momentos calculados para ser advertidos. El terrorismo sin sus testigos horrorizados sería tan inútil como una obra de teatro sin público. Cuando a nosotros, observadores de esos actos, nos afectan -nos disgustan o repelen y empezamos a desconfiar de la tranquilidad del mundo que nos rodea-, es que ese teatro consigue sus propósitos. (Juergensmeyer, 2001). Frecuentemente, los medios de comunicación responden a las propuestas de los terroristas con demasiada prontitud, incapaces de ignorar algo que ha sido adecuadamente descrito como "un acontecimiento construido de forma específica para sus necesidades". Lo cual no puede extrañar en una época de declaraciones y titulares en la que, con frecuencia, se da prioridad a las imágenes impactantes y a las frases enérgicas -que a menudo se confunden con el buen periodismo- sobre el análisis deliberado y la exégesis detallada. Un columnista norteamericano, refiriéndose a la manera en la que los medios de comunicación norteamericanos cubrieron el secuestro del vuelo 847 de la TWA por terroristas chiítas libaneses en 1985, escribió: «los terroristas explotaron la codicia normal de los medios de comunicación, especialmente la televisión, para dar informaciones de impacto internacional, por lo dramático y por la dimensión humana de la noticia… En esta atmósfera la competitividad de los medios, siempre brutal, se convierte en algo especialmente feroz, en parte porque el público está más atento, y en parte porque algunos pueden estar jugándose el estrellato mediático» (Hoffman, 1999:207). 

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Grupos y étnicos y religiosos son víctimas de injustas generalizaciones y esterotipos

El terrorismo es uno de los fenómenos políticos más fluidos y dinámicos, que evoluciona constantemente hacia formas nuevas y cada vez más peligrosas con la intención de evitar las medidas de seguridad existentes en cada momento (Hoffman, 1999). A pesar de esa fluidez, algunos de nuestros conceptos básicos acerca de este fenómeno se vienen abajo cuando introducimos en el estudio del terrorismo internacional los nuevos datos sobre el crecimiento del terrorismo religioso y la extraordinaria multiplicación de su potencial de violencia y destrucción. Más que como elementos de una estrategia política global, las acciones del nuevo terrorismo religioso aparecen como declaraciones simbólicas, cuyo fin parece ser el de otorgar un cierto poder a comunidades desesperadas.

Los activistas religiosos han desafiado la idea de que la sociedad laica y el moderno Estado-nación puedan proporcionar el tejido moral que aúne a las comunidades nacionales o la fuerza ideológica que sustenta a los Estados zarandeados por fracasos éticos, económicos y militares. Su mensaje ha sido fácil de creer y ampliamente aceptado por lo aparentes que han sido los fracasos del Estado laico. Tanto la violencia como la religión han surgido en tiempos en que la autoridad está cuestionada, ya que ambas son modos de desafiar y sustituir a la autoridad. Una consigue su poder de la fuerza y la otra de sus pretensiones de orden definitivo. La combinación de las dos en actos de terrorismo religioso ha sido ciertamente una poderosa afirmación. Los rebeldes religiosos posmodernos no son, pues, ni anomalías ni anacronismos y, por todo ello, la estrategia de guerra-contra-el-terrorismo puede ser muy peligrosa, ya que parece seguir el guión escrito por los terroristas religiosos: La imagen de un mundo en guerra entre las fuerzas laicas y religiosas (Juergensmeyer, 2001).

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Las nuevas guerras implican un desdibujamiento de las distinciones entre guerra, crimen organizado y violaciones a gran escala de los derechos humanos. Las nuevas guerras son el símbolo de una nueva división mundial y local entre los miembros de una clase internacional que saben inglés, tienen acceso al correo electrónico y a la televisión por satélite, utilizan dólares o euros o tarjetas de crédito, y pueden viajar libremente, y los que están excluidos de los procesos globales, que viven de lo que pueden vender o intercambiar o lo que reciben en concepto de ayuda humanitaria, cuyos movimientos están restringidos por los controles, los visados y los costes de los viajes, y que son víctimas de asedios, hambrunas forzosas, minas, etc. (Kaldor, 2001, 16-19). Pero tampoco resulta más fácil distinguir entre la guerra y la paz. La nueva economía de guerra puede representarse como un continuo que empieza con la combinación de delincuencia y racismo existente en los barrios más pobres de las ciudades europeas y de Norteamérica y alcanza su manifestación más aguda en las zonas donde la violencia tiene mayor dimensión. La capacidad de las instituciones políticas formales, sobre todo del Estado-nación, para regular la violencia, está erosionada, y hemos entrado en una era de violencia informal de bajo nivel y a largo plazo, la guerra posmoderna. (Kaldor, 2001).

El terrorismo es, por tanto, un problema sin solución obvia. Es decir, mientras las relaciones de poder sigan inalteradas, la violencia surgirá de nuevo, tarde o temprano, aquí o allá, una y otra vez. 

Referencias bibliográficas:
– AZURMENDI, J. La violencia y la búsqueda de nuevos valores. Hondarribia: Argitaletxe Hiru, 2001. ISBN 84-95786-01-X
– ESCOHOTADO, A. El espíritu de la comedia. Barcelona: Editorial Anagrama, 1991. ISBN 84-339-1348-4
– HOFFMAN, B. A mano armada. Historia del terrorismo. Madrid: Espasa Calpe, 1999. ISBN 84-239-7783-8
– JUERGENSMEYER, M. Terrorismo religioso. El auge global de la violencia religiosa. Madrid: Siglo XXI de España Editores, 2001. ISBN 84-323-1075-1
– JÜNGER, E. La emboscadura. Barcelona: Tusquets Editores, 1988. ISBN 84-7223-850-4
– KALDOR, M. Las nuevas guerras. Violencia organizada en la era global. Barcelona: Tusquets Editores, 2001. ISBN 84-8310-761-9
– REINARES, F. Terrorismo y antiterrorismo. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 1998. ISBN 84-323-1075-1
– RESTA, E. "La enemistad, la humanidad, las guerras". En EINSTEIN, A. y FREUD, S.: ¿Por qué la guerra?. Barcelona: Editorial Minúscula, 2001. p. 7-62. ISBN 84-95587-03-3

Sobre el documento
Este artículo fué publicado originalmente en el
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Fuente: Jaume Curbet (Analista IIG) – iigov.org via redcientifica.com

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